Una de las primeras cosas que me vino a la mente justo antes de empezar El guardián entre el centeno
fue ese sentimiento de angustia ante la posibilidad de no disfrutar con
un libro de semejante calibre. Y es que cuando se trata de leer novelas
tan conocidas, aclamadas y significativas dentro de la historia de la
literatura, es inevitable que surjan este tipo de preocupaciones. ¿Será tan bueno como dicen?
¿Me mirarán con cara de pánico si digo que no me gustó el libro? ¿No
será que el título en cuestión está demasiado sobrevalorado y que su
éxito reside tan solo en una serie de circunstancias fortuitas,
enmarcadas en una situación social, económica o política determinada? Es
cierto que hay muchas obras que se devalúan con el tiempo y que la
aportación de algunas novelas al mundo de las letras sólo se puede
entender dentro de su contexto histórico correspondiente, pero un rasgo
llamativo de El guardián entre el centeno es que lejos de
limitarse a profundizar en los conflictos propios de la América rancia y
conservadora de los años 50, los problemas que asolan a su protagonista
continúan vigentes hoy día, poniendo de manifiesto una verdad
incontestable y duradera: la sociedad cambia, pero el individuo no.
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